jueves, 17 de septiembre de 2009

Fiera de metal negro: El final del predicador

Bajo la luz de una vela, que ilumina las cruces de madera y las paredes de piedra, el predicador se golpea la mano con un martillo una y otra vez.
- ¿Por qué lo hice, por qué? -. La mano está cada vez mas morada e hinchada y la sangre salpica y salpica a cada martillazo que pasa.
Y desde afuera la luz de la luna muestra a una figura encorvada, que grita de dolor, tambaleándose de un lado a otro.
El predicador trata de correr sosteniendo, desde la muñeca, a ese muñón hinchado y violeta que tiene por mano, mientras que a lo lejos, desde las latitudes del pueblo, se puede ver como la muchedumbre avanza con palos y antorchas. Y él, escondido detrás de un aljibe de piedra, empieza a ser acosado por todos los ahorcados. En su cabeza escucha el ruido de la cuerda soltarse una y otra vez; Crrrac, crrrac, crrrac, crrrac. Despojando a montones de almas de su cuerpo. Y las víctimas de la horca ríen a su alrededor, y le rasgan la ropa, y lo miran con odio y placer.
El predicador se levanta y corre hacia el desierto, sus ojos que siempre estuvieron tan firmes y seguros, giran desorbitadamente de un lado a otro. Y la horda de campesinos y vaqueros furiosos va detrás, y el corre desesperado hacia el otro lado hasta que ya no puede mas; cayendo en una ruta muerta, gritando que está arrepentido y que nunca lo va a volver a hacer. Pero dentro de su cabeza, y mientras que el pánico, el cansancio y el dolor lo tienen paralizado, la lujuria lo anestesia, el no puede pensar en otra cosa mas que en el placer de ese acto, de esa perversión que lo llevó a donde está ahora.

Un cadillac negro aparece desde la oscuridad y a toda velocidad, el predicador se agacha aun mas y el descapotable lo pasa por encima, enganchando sus hábitos en el para golpes y arrastrándolo a ciento setenta kilómetro por hora. Su rostro se toca contra el pavimento, raspándolo, arrancándole la piel, la carne y finalmente rayándole el cráneo hasta que se suelta, dejando que las ruedas traseras de esa fiera de metal negro le quiebren las piernas, dibujando tras él una estela de sangre.
Los hombres y las mujeres se acercan, las antorchas iluminan una mezcla grotesca de huesos, sangre y carne viva. Y ante semejante horror, ninguno parece saber que sentir o que pensar.

Las luces rojas del cadillac se pierden en la oscuridad, se cierra el telón.