lunes, 20 de agosto de 2012

Etílico


Mis adioses eran de piedra, porque las aves negras gozaban siguiendo mi cuerpo desde las alturas. Soy la llamada del ignoto, justo antes de que la tragedia sucumba en él, atravesando su cuerpo y tiñendo su voluntad.  He sabido amar, he sabido saborear la traición, como un vagabundo que se contempla en un espejo y ve en contraste, al joven prometedor que alguna vez creyó ser.          
 Soy un trasmisor de los dioses, que funciona con el combustible que solo pueden impartir los demonios. Mi alma gobierna con su eternidad porque le enseñó a mi cuerpo a no molestar. No hablo el idioma de nadie, porque todos hablan el mío. Veo toda clase de tipejos al borde de la brillantez y los toco para empujarlos hacia la demencia. Me divierto con la debilidad ajena, porque amo repetir mi pequeña escena del crimen,  porque saboreo con ahínco sus llantos, sus gritos y sus rostros de desespero. Soy el que mata a tu hijo, el que le roba el alma a tu madre, el que ultraja el cuerpo de tu hermana, el que debilita a tu padre hasta hacerlo desaparecer. El puñal en la mañana, que revuelve tu garganta, manejado por mi mano; Si guardas un poco de silencio, escuchas mi risa casi muda que estremece tu espalda hasta partirla en llanto, por el dolor.

El desierto es casi tan robusto como la metrópolis, los bosques paralizados por el terror, aguardan el incendio Y vos, que sobre estos estas tan cayado, nunca veras como, a cada paso, tu universo interior está siendo quirúrgicamente saqueado.