Hacía unos diez días que me
hospedaba ahí, usaba un cuarto de la casa, me cobraba apenas cincuenta y cinco
pesos la semana. Lo había conocido en un bar, la noche que recién había llegado
a la ciudad. El no traía gente nunca, estaba muy poco, pero a eso de los cinco
días que estuve ahí se empezó a poner violento. Él vivía con su madre, una
vieja de unos ochenta años, gorda, encorvada y en silla de ruedas que pronto
empezó a tratarme como a un intruso, como a una cucaracha a la que había que
aplastar. Yo ya había pagado dos semanas por adelantado y no quería irme, es
una lástima haber tenido en cuenta el dinero, si me hubiera olvidado de esos ciento diez pesos mugrosos , hubiese perdido mucho menos. Fue un viernes a la
tarde cuando tuve una de las peores peleas, estaba cómodo escribiendo en mi
cuarto cuando irrumpió sin avisar y empezó a insultarme, el aliento etílico
empezaba a sentirse en el aire, y el alfeñique, flaco y débil como él solo, me
revoleó una silla por la cara. La esquivé e inmediatamente me lancé encima de
él, agarrándolo del cuello, ahorcándolo y sacándolo a patadas de mi cuarto.
Luego le dije que no vuelva a molestarme, que si volvía lo surtía. Se levantó tragando
saliva, con los ojos llorosos, y se fue. Desde ese día empecé a comer en mi
cuarto hasta que una noche, muy amablemente, me dijo que me vaya o que
simplemente llamaría a la policía y diría que le estoy intrusando la casa. Fue un
buen movimiento ya que no había ningún recibo que diga que yo había pagado el
cuarto. Iba a discutirle, pero antes de emitir una palabra apareció detrás de
él un gordo rapado que daba miedo. Era una escena de bajo fondo total, ese
raquítico miserable, con anteojos, casi vestido con harapos y el gordo atrás,
pelado, con las venas de los ojos reventadas.
Tomé mis cosas para largarme y el gordo insistió en acompañarme hasta la puerta, le dije que no pero no hubo caso. Los dos idiotas parados y la madre desde la silla de ruedas reían maliciosamente, como si estuvieran perpetrando un crimen, hasta que el gordo me abrió la puerta y me empezó a seguir desde atrás. La casa del raquítico estaba detrás de otra que estaba sellada y abandonada, había que pasar por un pasillo para llegar a la reja de enfrente. El gordo pisaba duro detrás de mí, y empecé a sentir sus pasos cada vez mas cerca. No me pregunten por qué, pero por alguna razón tuve el impulso de darme vuelta en el momento justo, el gordo tenía preparado un alambre, como una cuerda de guitarra o algo así para ahorcarme, antes de que me lo pasara alrededor del cuello me di vuelta, empecé a forcejear con él, tuve el atino de darle unos buenos punta pies en la ingle con mis zapatos de obrero, cayó al piso y le empecé a dar duro en la cara.
El gordo quedó tirado y yo estaba temblando,
desbordado de adrenalina y de miedo. Quise correr hasta la casa y reventarlos a
los otros dos, pero vi que el gordo se empezó a mover, buscaba algo en su
campera y entré en pánico. Me abalancé sobre él y a los golpes lo revisé hasta
palpar un arma. Fue inmediato, tres tiros en el estómago y otro de remate en la
cabeza. Entré en pánico, iría a la cárcel. Pensé en que nadie me había visto,
que desde que llegué al pueblo había estado la mayor parte del tiempo encerrado
en el cuarto, tratando de escribir unas páginas entre interrupción e
interrupción. Hice algunas cuentas, ellos serían, potencialmente, los únicos
que podrían incriminarme por el asesinato, así que corrí hasta la casa del fondo,
abrí la puerta y vi como los anteojos del raquítico se partían delante de sus
ojos, vi como luego el torrente de sangre salía con fuerza de su cabeza sobre
el piso sucio de tierra. Luego me acerqué a la vieja paralítica, estaba aterrorizada,
sabía que tenía que matarla. Disparé y la bala le perforó la boca. Seguía ahí
sentada, con los ojos abiertos, la mirada de terror y con la otra mitad de la
cara desfigurada como si fuera un modelo vivo, o mejor dicho muerto, de una
pintura de Francis Bacon.
El gordo estaba muerto, los
testigos estaban muertos, limpié la pistola y antes de irme cerré el cuarto en
el que me había hospedado, con llave. No se porque lo hice, sentí que si
llegaba la policía era mejor que ese cuarto esté cerrado.
Destruí el arma y tiré los
pedazos a diferentes alcantarillas. Estaba en una zona de suburbia, a apenas
veinte quilómetros del corazón de la ciudad, luego de caminar sin parar durante
una o dos horas me metí en un bar y pedí una cerveza y un whisky, me sentía
afiebrado, medio mareado. El bar estaba muy bien, me pregunté si los policías
ya habrían llegado a la escena del crimen mientras que una banda se subía al escenario
y probaba sonido. Me quedé unas cuantas horas ahí, supongo que habré entrado a
eso de la una de la mañana o algo así, al rato el lugar estaba lleno y sonaba
la banda. Muy buena por cierto, mezclaban música pesada con blues, country y rock n roll,
se movían entre esos géneros de forma original y frenética, las letras hablaban
de asesinatos y la gente silbaba y aplaudía, pasándola de los mejor. Yo la pasé
tan bien que recuerdo, en ese momento había olvidado todo el hecho. Estaba tranquilo, ya no
sentía a la fiebre subiéndose a mi cabeza, estaba tan solo un poco borracho, pero
bien. Hasta que una imagen me golpeó el cerebro. Era mi cedula de identidad,
estaba entre los dos colchones de la cama, la había escondido porque temía
perderla y luego de los asesinatos la había dejado ahí. La borrachera
desapareció de golpe, el dilema empezaba a teñir mi mirada; si encontraban la
cédula estaba muerto, terminaría en la cárcel. Por un momento pensé que por ahí
no la encontraban, pero es un triple homicidio carajo, iban a dar vuelta esa
casa, iban a romper las paredes y a levantar las baldosas si era necesario. Estaba perdido.