Habíamos empezado a eso de las
seis de la tarde, sentados frente a la montaña, en un bar a unos veintitrés
kilómetros del centro. Había unos tablones donde te podías sentar con el resto
de la gente, servían pintas de medio litro, cerveza artesanal. Cuando me
encontré con el doctor hicimos la señal. Yo de un lado de la ruta y él del
otro. Saludo con el ácido en la mano, luego ingesta. Tomamos una atrás de otra,
alrededor de chicas alemanas y holandesas, herméticos en lo nuestro, hablando y
mirando los culos de reojo. Cerca nuestro había unos borrachos altos y
panzones, todos colorados, tomando alrededor de un tronco cortado, sentados en
el piso, riendo y lentamente el ácido empezaba a aparecerse. Caminamos cuesta
abajo a eso del atardecer. Cada paso era mas liviano que el otro, el horizonte
empezaba a desfigurarse un poco. Finalmente cuando llegamos a la avenida, al
lado del lago, el sol cayó y el acido subió. Haciamos dedo y nadie nos paraba, Henry Rollins nos pasó por al lado manejando un Citroen. Reíamos como idiotas en el
colectivo, la noche recién empezaba, los bares iban a llenarse, el frío cada
vez mas intenso dejaba de sentirse.
Caminar sin parar por el
centro, dando vueltas, entramos a un bar y empezamos a tomar nuevamente,
pedimos papas fritas también, como para comer algo. Y las pintas de medio
litro, de una cerveza especial que tenía la graduación del vino, seguían
apilándose en la mesa. Cerca nuestro cenaba una familia, yo le contaba al
doctor que estaba leyendo “Los ángeles del infierno”, y que me daban ganas de
romper el bar en pedazos, de secuestrar a la chica que estaba ahí sentada con
su familia luego de una pelea descomunalmente violenta con el padre y el
hermano. Llevarla hasta el extremo, ser envueltos por la profundidad
corrosivamente etílica y libidinosa de la noche. El doctor enloquecía con las
palabras y me arengaba para seguir, entre los dos estábamos casi a los gritos
viendo como todo sucedía, imaginándolo mientras le echábamos unas miradas
penetrantes y lujuriosas a la chica, que se incomodaba un poco, pero parecía
seguirnos el juego, cosa de la dimensión del acido y el alcohol claro.
En un momento se levantó de la
mesa el hermano y enfiló para el baño. Le dije al doctor que el juego empezaba,
que lo iba a intimidar. Subí la escalera y entré al baño, mientras meaba me
podía ver al espejo, mi cara era una berenjena morada y deforme que por
momentos se volvía rojiza, mis ojos malignos, como contemplando con shock la
imagen de un asesinato; el cadáver tirado, desfigurado en un sótano, la sangre
brillante manchando la madera sucia y opaca, la oscuridad como una densidad
verde y violeta, las paredes girando en espiral. Así que ahí quedó la cosa,
claro que había un límite para todo al final. Cuando volví a la mesa me
esperaba otra cerveza de esas extra fuertes y no había mas que vasos y vasos en
nuestro rincón. Tomábamos con tenacidad y ritmo acelerados. Cada trago helado
pasaba delicioso por la garganta y subía directo a la cabeza mientras que la
cuenta se iba a un número exorbitante que no queríamos o no podíamos pagar. Así
que el plan fue mas simple, “bien, no destruimos el bar ni secuestramos a la
chica, ¿si?, pero nos vamos sin pagar.”
Tomamos nuestros abrigos y
salimos caminando, ese era el plan, como si nada pasara. Ni bien cruzamos la
puerta el doctor gritó “vamos” y salimos corriendo con todo, alejándonos lo
antes posible, no sabiendo si realmente alguien nos estaba persiguiendo. De ahí
entramos a otro bar, muy felices por cierto, “toda esa ingesta de arriba,
tomemos unos whiskys para festejar”. Así que nos sentamos en la barra. “Los
bares acá son perfectos” dije o pensé, quien sabe. Y no era más que la pura
verdad: Barras de madera, un disco para tirar dardos en la pared, un desfile de
grandes compañeros y compañeras etílicas dando vueltas a nuestro alrededor. Las
verdades se deformaban, las personas cambiaban de color ocasionalmente, ya nos
habíamos ido de lugar. Los recuerdos se volvieron borrosos. La cosa volvió a
tomar forma en alguna otra instancia de la noche, en otro bar, luego de
meternos un poco más de acido en la calle. El doctor hablaba con tres tipos, me
acerqué a él y me gritó “son marines, son marines”. Y ahí empezó la discusión.
Verborragia absoluta en ingles, desde Guantánamo hasta las dictaduras militares
latinoamericanas, el guerrillero se tambaleaba, navegando por el océano verde y
amarillo de la demencia, discutiendo como si de eso se tratara la vida,
encajado por la situación. Y créanme que el ingles es un idioma bélico, claro
que lo es, tiene esa métrica, esa cadencia que te envuelve. Siempre que escribo
relatos en ingles me pasa, es un idioma hecho para la dureza, para la
decadencia, caes en sus garras, y las palabras van de un lado a otro
sumergiéndote vehementemente entre tipos duros y situaciones estrepitosas. Aunque no
debe ser así en realidad, quizá eso me pase porque gran parte de lo que leí en
ingles va por ese lado, los sucios de los bajos fondos norteamericanos,
chapoteando y tambaleándose por entre los recovecos de la marginalidad en
tiempos diferentes, testimonios de otra época.
Pero volviendo a aquella
situación. Vaya a saber por qué no terminamos muertos o severamente heridos.
Arengué, insulté. No recuerdo mucho que pasó, el hecho es que al doctor lo
habían echado del bar por alguna situación que, aparentemente o no, tenía que
ver con estos sujetos. Así que como dos buenos idiotas desequilibrados los
esperamos afuera. Yo sostenía una piedra en mi mano, dos se habían ido del bar,
recuerdo que los perseguí a los gritos, diciéndoles que eran unos nazis o algo
así, sorprendentemente corrieron en vez de romperme la cara y el cuerpo a
patadas. El último salió, se puso a discutir con nosotros, vi como la piedra le
desfiguraba la cara, vi como la sangre brotaba de su cien después del golpe y
me asusté, reflexioné a velocidad demencial sobre el horror de la agresión, de
la violencia y todas sus moralejas y consecuencias, lo hice como si estuviese
descubriendo oro, algo que me avergüenza cada vez que lo recuerdo. El hecho es
que inmediatamente solté la piedra y bajé el tono de la discusión. Por alguna
razón éste, que era soldado del ejército más poderoso del mundo, no se había
violentado. La cosa quedó ahí, el soldado estaba de vacaciones, mascando
tabaco, nos ofreció y le dije que no quería que escupiera el piso, le dije que
se lo trague y se tragó el tabaco. Se fue caminando, podía escuchar sus arcadas
por el tabaco ingerido.
Seguimos de largo, estábamos
en cualquier dimensión, menos en la conocida, ¿Donde está la culpa en estas
situaciones? Y aparecería a la mañana o a la tarde siguiente, estaba negado a
creer que era un idiota más, pero no podía evitar saber que, por momentos,
actué como uno y de la peor manera, con la suerte de mi lado.
En otro bar seguimos tomando, estábamos
sentados afuera, Charles Bronson nos miraba desde la puerta y no podíamos dejar
de reír. Llegamos a creer que sabía que nos reíamos de él, nos miraba y
esbozaba una sonrisa cómplice, él sabía muy bien que era igual a Bronson y
estaba vestido con botas y camisa a cuadros, toda una novedad para un patovica,
si es que ese era el término indicado.
La noche terminó cuando el
doctor y yo nos separamos, antes habíamos entrado a un sótano con luces negras
y reggaetón a todo volumen que custodiaban unos policías. Salimos volando de
ahí y cada uno hizo la suya. El pueblo transpiraba aceite de su piso y sus
paredes, un gran general gris y humeante movía los hilos, todos los seres
estaban conectados en un rito vertical horrendo donde los cuerpos eran
maltratados y abusados, donde la perversión flotaba en el aire y se
materializaba en ultrajes y violaciones. El shock y la angustia empezaron,
caminaba de día, corrí a un taxi en movimiento y me subí en el asiento de
adelante, quería escapar de ahí. Escuché unos gritos atrás, unas chicas me
miraron, me dijeron que estaban ellas y les dije que bueno, que después yo
seguía viaje. Inmediatamente pagaron y se bajaron. El taxista me miró y empezó
a manejar. Me dejó cerca del lago, me tiré sobre las piedras, el aire
parpadeaba epilépticamente a mi alrededor con verdes, amarillos y violetas,
necesitaba bajar, quería dormir y despertarme nuevamente en la dimensión de
siempre, todo esto tenía que terminar.
Y así fue, a las pocas horas
me desperté arruinado, me esperaba afuera una camioneta con dos instructores de
parapente. Mientras subíamos montaña arriba uno de ellos me preguntó si había
tomado, me dijo que la camioneta olía a alcohol desde que me había subido. En
la cima corrí hacia el precipicio, y sobrevolé la montaña y el lago totalmente
aburrido y con algo de nauseas. Cuando finalmente caí a tierra me dije a mi
mismo que la próxima si o si tenía que tirarme en paracaídas, que esto no había
valido la pena.